El día de la chipa era un día como cualquier otro; día de esos carenciados de sentido, cercenados de imaginación, ligados por hilos biológicos y maquínicos a una inmensa maraña de causa-efecto. Bueno… fue ese día, de aparente normalidad, cuando un nuevo mito comenzaba a tejerse, a filtrarse por las charlas en las oficinas, en los pasillos, en los bares, en las esquinas. El mito se basaba en la supuesta manipulación científica de la chipa, es decir, se ingresaban una serie de sustancias en ella que nos hacía actuar de una determinada forma, de acuerdo con la clase dominante. Así, empezamos –lingüísticamente- a comernos las “eses” y el “ada/ado” (posáa o náa o boluó). Posteriormente aprendimos a mirar a la realidad de una única manera, veíamos selva, pomberos y cataratas por todas partes (y las reproducíamos en obras “artísticas”). Lo peor fue, dicen, que empezamos a afiliarnos a partidos políticos y a colgar afiches de gobernantes con poca altura en nuestras casuchas. Nos volvimos místicos y aficionados al positivismo. Una extraña mezcla de devoción y amor la civilización nos unía: asfaltábamos y construíamos cruces gigantescas por doquier, éstos, cuando nos cruzábamos con alguien, repetían levantando la mano al cielo: sacrificio, sangre y tierra. Hubo también quienes asfaltaron ideales y utopías, pero esa es otra historia. Todavía no podemos prever que será de nosotros los “pichados”, sólo sabemos que ese era el fatal día de la chipa que no olvidaríamos jamás nunca, porque después de ahí ya no volveríamos a ser los mismos.