lunes, 18 de junio de 2007

Una semana antiestrés

Ahhh… la Semana Santa, ese espacio en el calendario que llega justo cuando uno está al borde de la crisis nerviosa provocada por el estrés de retomar el trabajo (y/o los estudios) y los quehaceres domésticos ligados a los rituales cotidianos, terriblemente costumbristas, del año lectivo (levantarse temprano, acostarse temprano, dejar la joda para el fin de semana, odiar el domingo y anhelar los viernes, maldecir el despertador, planchar la ropa, preparar a la pendejada para la escuela o el colegio, tomar el colectivo repleto de estudiantes a la ida y a la vuelta, etc.)
La Semana Santa llega justo a tiempo para evitar que nos suicidemos o asesinemos a nuestro jefe, compañeros de trabajo, familiares cercanos, o cualquiera que nos mire feo. Al parecer el verdadero sentido de esta festividad religiosa es justamente evitar los asesinatos, los suicidios masivos, las guerras civiles y las catástrofes sociales, políticas y culturales. Es que después de pasar cuatro días comiendo sopa paraguaya y chipas de almidón, timbeando y mirando películas viejas sobre historias bíblicas en el SNT (como Ben Hur -¡que capo Judah!-), terminamos tan hinchados y sensibilizados (y no falta el que se remoraliza y profetisa sobre el fin del mundo) que nos volvemos más tolerantes y comprensivos (al menos por un tiempo), capaces de regalar amor a cualquiera que tengamos cerca, y hasta estamos dispuestos a encarar nuestras actividades semanales con optimismo y pasión (y un empacho de puta madre después del atracón con huevos de pascuas que nos pegamos el domingo).
El almidón, el chocolate, la lotería, la loba y el chinchón se convierten en la mejor terapia antiestrés. Y a no olvidar la sangre de Cristo, ese bálsamo tinto que nos ayuda a aceptar a todas las personas, conocidas o no, como si fueran hermanos.