Ahhh… la Semana Santa, ese espacio en el calendario que llega justo cuando uno está al borde de la crisis nerviosa provocada por el estrés de retomar el trabajo (y/o los estudios) y los quehaceres domésticos ligados a los rituales cotidianos, terriblemente costumbristas, del año lectivo (levantarse temprano, acostarse temprano, dejar la joda para el fin de semana, odiar el domingo y anhelar los viernes, maldecir el despertador, planchar la ropa, preparar a la pendejada para la escuela o el colegio, tomar el colectivo repleto de estudiantes a la ida y a la vuelta, etc.)
La Semana Santa llega justo a tiempo para evitar que nos suicidemos o asesinemos a nuestro jefe, compañeros de trabajo, familiares cercanos, o cualquiera que nos mire feo. Al parecer el verdadero sentido de esta festividad religiosa es justamente evitar los asesinatos, los suicidios masivos, las guerras civiles y las catástrofes sociales, políticas y culturales. Es que después de pasar cuatro días comiendo sopa paraguaya y chipas de almidón, timbeando y mirando películas viejas sobre historias bíblicas en el SNT (como Ben Hur -¡que capo Judá!-), terminamos tan hinchados y sensibilizados (y no falta el que se remoraliza y profetisa sobre el fin del mundo) que nos volvemos más tolerantes y comprensivos (al menos por un tiempo), capaces de regalar amor a cualquiera que tengamos cerca, y hasta estamos dispuestos a encarar nuestras actividades semanales con optimismo y pasión (y un empacho de puta madre después del atracón con huevos de pascuas que nos pegamos el domingo).
El almidón, el chocolate, la lotería, la loba y el chinchón se convierten en la mejor terapia antiestrés. Y a no olvidar la sangre de Cristo, ese bálsamo tinto que nos ayuda a aceptar a todas las personas, conocidas o no, como si fueran hermanos.
La Semana Santa llega justo a tiempo para evitar que nos suicidemos o asesinemos a nuestro jefe, compañeros de trabajo, familiares cercanos, o cualquiera que nos mire feo. Al parecer el verdadero sentido de esta festividad religiosa es justamente evitar los asesinatos, los suicidios masivos, las guerras civiles y las catástrofes sociales, políticas y culturales. Es que después de pasar cuatro días comiendo sopa paraguaya y chipas de almidón, timbeando y mirando películas viejas sobre historias bíblicas en el SNT (como Ben Hur -¡que capo Judá!-), terminamos tan hinchados y sensibilizados (y no falta el que se remoraliza y profetisa sobre el fin del mundo) que nos volvemos más tolerantes y comprensivos (al menos por un tiempo), capaces de regalar amor a cualquiera que tengamos cerca, y hasta estamos dispuestos a encarar nuestras actividades semanales con optimismo y pasión (y un empacho de puta madre después del atracón con huevos de pascuas que nos pegamos el domingo).
El almidón, el chocolate, la lotería, la loba y el chinchón se convierten en la mejor terapia antiestrés. Y a no olvidar la sangre de Cristo, ese bálsamo tinto que nos ayuda a aceptar a todas las personas, conocidas o no, como si fueran hermanos.
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