Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás –empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo a todos los que les pasan la vereda.
Buenos Aires, octubre, 1920.
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